Desde que Francisco de Asís, allá por la Nochebuena de 1223, en una cueva próxima a la ermita de Greccio (Italia), tuviera la ocurrencia de representar simbólicamente la noche del nacimiento de Jesús, la cultura del belén se extendió por todos los rincones del mundo católico. A buen seguro, porque la figura humana y entrañable del nacimiento de Dios haciéndose hombre bajo esa humilde condición fue una idea que impactó en las mentes poco doctas en ciencias pero ricas en fe de la gente del medievo.
Las nuevas modas, las nuevas tendencias, las nuevas tecnologías, la ingeniería social que nos asola, siempre a caballo entre el negocio y la manipulación, están sacando los belenes de nuestras casas y de nuestras calles. El belén está siendo sustituido por simbología nórdica pagana de escaso recorrido en nuestra historia y en nuestra tradición. Los adornos navideños de las ciudades, los escaparates, los rincones de nuestras ciudades le dan la espalda a lo que nos enraíza en la tradición cristiana de nuestro propio concepto como nación. Se trata, en el fondo, de otro elemento más encaminado a negar la evidencia histórica de nuestra tradición, de nuestro estrato cristiano.

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